martes, 1 de febrero de 2011

Una verdad incómoda

Recientemente he visionado "Una verdad incómoda", la película con la que el ex vicepresidente de Estados Unidos Al Gore intentó involucrar en un gran problema, más próximo cada día de lo que algunos afirman, el del calentamiento global, a millones de habitantes de este mundo. Al margen del interés intrínsico del documental, que expone con explicaciones al alcance de la mayoría, con datos científicos y prospecciones de futuro, el terrorífico alcance de un asunto que nos concierne a todos y que amenaza ya con sus efectos catastróficos a la generación que viene detrás de todos los que superamos la barrera de los cincuenta, al margen de todo esto -digo- al finalizar, el filme me ha producido una sensación de agobio por el problema "per se", pero también ha configurado en mi cerebro una especio de paralelismo -como siempre salvando la distancia exigida- con la situación económica que en estos momentos atraviesa nuestro país.

España lleva sumergida en la crisis real -no la de las declaraciones- hace algo más de tres años -al menos- y desde entonces nos hemos encontrado con una clase política incapaz de ponerle remedio. Aunque cada día hay alguien del Gobierno que nos da plazos para el punto de inflexión en el que los parámetros económicos de la recesión se inviertan para crecer económicamente, rebajar los insoportables niveles del paro, poner coto a las reformas que nunca acaban de ser suficientes y que siempre se ceban sobre el común de los españoles y, lo que es peor, está empobreciendo el país a una velocidad preocupante, esos plazos se van alargando reiteradamente como aquel cuento que nos contaban los curas cuando eramos unos niños en el que un pecador hacía propósito de la enmienda y fijaba para ese objetivo el día siguiente, "para lo mismo repetir mañana", y otro día, y otro,...

Afirmaba que la película de Gore me había traído a la mente un paralelismo con este 'estado de la nación' porque, si los Gobiernos de muchos de los principales países hacen oídos sordos a los acuerdos internaciones para la reducción de emisiones de CO2 a la atmósfera, el Ejecutivo español se ha empecinado en un plazo de algo menos de un año en echar abajo el Estado del Bienestar del que tanto se había vanagloriado y, como decía antes, llevar al país a un empobrecimiento a base de la aplicación de una política de reformas impuesta por los 'mercados' sin que esos dardos con los que cada mes aseatean nuestra depauperada economía familiar nos hagan cuando menos ver una lucecita al final del túnel (salvo que nos queramos creer sus declaraciones públicas). No son mejores los chicos de la oposición que, aunque cuentan para su triunfo casi exclusivamente con el deterioro del Gobierno, no ocultan de vez en cuando que el núcleo de esas reformas sería también la base de su gestión. Todo ello, ayudado por unos sindicatos domesticados que amenazan con huelgas generales en las que ni sus propios dirigentes creen y que representan un papel de rechazo mientras van, miguita a miguita, alcanzando acuerdos con el Ejecutivo, seguros como están de que el pesebre de la clase política es también patrimonio suyo, como viene ocurriendo desde hace muchos años.

Con relación a la película citada, tampoco hay que olvidar a otra parte del problema, la de las grandes multinacionales, que manejan a su antojo los protocolos de kioto, cumbres de la tierra y sucesivos tratados internacionales, manteniendo sus políticas medioambientales con criterios exclusivamente economicistas poniendo de pantalla algunas medidas irrisorias frente a la magnitud del problema al que se enfrentan. En mi 'película' paralela, este papel lo representa en España el gran capital (suena a viejo, ¿verdad?), o si se prefieren los ya citados mercados, que no son otra cosa que los poderosos económicamente, los intermediarios, los grandes financieros, que fueron los primeros en apuntarse a las medidas de salvación para luego dejar a los de a pie con el culo al aire, sin creación de empleo, sin concesión de créditos, etcétera; en fin, eso que muchos de los que puedan leer estas líneas están viviendo cada día en sus carnes.

Así, llegamos al corolario del filme del ex mandatario norteamericano. La difícil resolución del problema empieza por nosotros mismos, por todos y cada uno de esos gestos diarios, de esas adquisiciones inconvenientes, de la falta de reciclados, del derroche absurdo de los recursos naturales y un sinfín de medidas más que se nos olvidan y que, si corregimos, sumadas una a una y multiplicada por los ciudadanos podrían llevarnos a resultados más esperanzadores que los actuales. Pero también está en ese final la obligación que tenemos todos y cada uno de los mortales de, además de ayudar con nuestros granitos de arena, a paliar el negro panorama futuro, exigir a los culpables principales, los ya mencionados, responsabilidades reales y no ficciones de mitin o vacías frases grandilocuentes.

En este otro escenario que he planteado, también debería de haber una mayor implicación personal en las exigencias a los responsables principales, especialmente a la clase política, participando si es preciso en la cosa pública, intentando ayudar con nuestra aportación directa a la regeneración de un colectivo apoltronado e incapaz; uno a uno, también en esto; no quedándose en el fácil ¿qué voy a hacer yo solo frente a los grandes poderes? Escribe, protesta, ingresa en las filas de esos mismos colectivos para cambiarlos desde dentro. De uno en uno podemos pensar que, efectivamente, es una utopía, pero no tanto sí la gente empieza a movilizarse y exigir el respeto a sus derechos fundamentales recogidos en la Constitución. "Habría que echarlos de una vez a todos", me decía hace poco un ciudadano. Eso es imposible, pero nunca sabremos de su viabilidad si en algún momento no se empieza esa costosa y colectica tarea.

Claro que quizá toda esta otra película que me he montado no sea también nada más que un sueño, pero para eso está el cine, para permitirnos soñar.

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