domingo, 7 de febrero de 2016

¿Qué hacemos con el Senado?

Desde los tiempos de los antiguos griegos (con su "gerousía") o de los romanos hasta nuestros días con el modelo de los Estados Unidos de Norteamérica, la palabra Senado ha estado rodeada de un halo de prestigio tanto para la institución como para las personas que la integran. No es el caso de España desde que el retorno de la democracia al país configurara la Cámara Alta como organismo básico en la estructura del Estado.

Ideada como cámara de segunda lectura, o también de representación de los diversos territorios del Estado, su devenir la ha consolidado como un ente cada día más desprestigiado, amén de ser visto como algo inútil por una amplia mayoría de los ciudadanos.

Mucho se ha hablado del Senado en los casi cuarenta últimos años, apareciendo su reconsideración en todas y cada una de las campañas electorales para derivar luego al ámbito de las conversaciones de café. Buena parte de los partidos sin opciones de gobierno lo han puesto en numerosas ocasiones en su punto de mira electoral, aunque los mayoritarios se han encargado de dormir esas inquietudes para seguir garantizándose un reducto en el que albergar sus clientelismos.

Tras aparecer nuevamente la cuestión de su existencia en la pasada campaña electoral, la inquietud por la composición del Congreso de los Diputados y la consiguiente dificultad para configurar una mayoría suficiente para conformar un Gobierno ha devuelto a un segundo o tercer plano ese debate tan recurrente como ineficaz.

Mientras el ahora candidato a la investidura, el socialista Pedro Sánchez, hace equilibrios para negociar apoyos a su aspiración, el Senado se ha constituido sin problemas con un dato especialmente relevante: la mayoría absoluta que en ese Cámara tiene el Partido Popular.

Todavía hay numerosas dudas sobre las posibilidades del secretario general de los socialistas de poder sacar adelante su objetivo, ya que son muchos los que intuyen dificultades insalvables para alcanzar la meta. Y, si así fuera, las dificultades para aprobar leyes importantes, especialmente si en el cuaderno de ruta del hipotético presidente figuran normativas importantes, de esas que requieren mayorías cualificadas, las perspectivas empeoran. Si difícil es lograr los apoyos necesarios para alcanzar la investidura mucha más sería implementar esos votos para alcanzar las cuotas exigidas para las leyes orgánicas.

Más aún. Si ese escenario pudiera llegar a producirse (algo improbable), la remisión de esas leyes a la Cámara Alta se encontrarían con un Partido Popular enrocado en una oposición a ultranza que podría, con toda seguridad, echarlas abajo o, lo que sería peor aún, manipularlas hasta que "ni su madre pudiera reconocerlas".

Y se dirá  que el Congreso tiene, a posteriori, la capacidad de reactivarlas y ponerlas de nuevo a tramitación, pero, aparte de las exigencia que ese nuevo trámite exige, todo ese proceso podrían llevar plazos interminables capaces de aburrir al Santo Job y ralentizar el normal discurrir de la política efectiva. Quizá por ello el líder de Ciudadanos ha advertido al PSOE de la necesidad de contar en el acuerdo de investidura con la anuencia, si no el apoyo, del partido de Mariano Rajoy. Lo que es cierto, en defintiva, es que el PP puede utilizar la Cámara Baja, esa que una gran mayoría de la ciudadanía denosta, para dificultar la gestión de un Ejecutivo de Pedro Sánchez.

Cierto que los senadores, objetivamente, no tienen la posibilidad de decir la última palabra en nada, o casi nada, pero una estrategia obstrucionista podría tener un efecto manifiestamente nocivo en la andadura institucional.

Y, mientras, el Senado seguirá estando en boca de una mayoría aunque su claro carácter de "colocación de excedentes" y, más importante aún, vía de financiación de los partido políticos hace que el viejo debate se relegue siempre al ámbito de la tertulia de chigre.

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