Podría decirse que nunca han tenido suerte los comunistas españoles. Desde la desagradecida Transición, que nunca supo reconocer más allá de las palabras su decisiva contribución a la caída de la dictadura, hasta los convulsos días actuales en los que ya casi nadie sabe dónde está realmente, su contribución a la sostenibilidad del actual periodo democrático no les ha permitido pasar de un puesto testimonial y casi siempre asociados a otros partidos de mayor presencia en el apoyo popular, generalmente el PSOE. En ningún momento de todas estas décadas ha habido siquiera atisbos de que el PCE (Izquierda Unida a partir de la constitución de la coalición) pudiera acercarse ni de lejos al "sorpasso" que lograron en una etapa muy específica de la reciente historia sus correligionarios italianos.
Cierto que buen parte de sus líderes y, en general, el conjunto de la organización, casi nunca ha sabido hacer valer la fuerza de sus votos para algo más que para servir de muleta a los socialistas en gobiernos autonómicos y municipales, firmando acuerdos con grandes palabras que, con el paso del tiempo, se convertían en papel mojado. Vamos, lo que podríamos llamar vulgarmente un "chuleo" descarado. Gobiernos por migajas: esa es la historia de esa parte de la izquierda española.
En los diferentes momentos en los que la decadencia del PSOE parecían indicar que había llegado su momento, los guerras intestinas, el afán por aglutinar en unas listas a un conglomerado de movimientos políticos y sociales de dificil conjunción o la escasa visión de quienes tenían en ese momento el timón han derivado en que Izquierda Unida volviera una y otra vez a sus cuarteles de invierno de fuerza simbólica.
La última de estas "desgracias" vino derivada de la aparición y fulgurante ascenso de Podemos, que ocupó sin contemplaciones el favor de los votantes en un momento en el que la permanente sangría de los socialistas apuntaba a un amplio espacio para Izquierda Unida. La prueba testimonial fueron las elecciones legislativas del 20 de diciembre pasado, donde la coalición que hora lidera Alberto Garzón repitió sus peores resultados.
Ahora, con la casi inevitable nueva convocatoria a las urnas de junio próximo, IU se enfrenta a un nuevo reto subsiguiente a la recomposición que en el apoyo ciudadano puedan haber causado todos estos meses de inútiles negociaciones para formar un Gobierno.
Y nuevamente se van a encontrar los eco-comunistas españoles con la manzana envenenada de buscar los resultados en el peligroso abrazo del oso. El plantígrado es el partido de Pablo Iglesias, el mismo que no quiso ni oir hablar de una coalición electoral hace unos meses y que ahora, cuando las cosas parece que no les pintan tan bien, hacen de esa alianza la base de su proyecto para junio. El argumento objetivo es el ya conocido de que la normativa electoral pima en número de escaños la suma de fuerzas (en diciembre de 2015 también habría sido válido). Detrás, hay que apuntar más bien a la increíble ambición de un líder omnipresente y codicioso, Iglesias, que hace ya mucho tiempo que se ha fijado el objetivo de lograr el poder de la forma que sea, meta cuyo primer paso discurre por superar al PSOE como primera fuerza de la izquierda.
No sé qué piensa Alberto Garzón de los resultados de esa inminente negociación para lograr unas listas comunes. No soy precisamente un admirador de Gaspar Llamazares, pero estoy de acuerdo con él, en este momento, en que tal pacto sólo podría tener como resultado la fagocitación del pez pequeño por el grande y, a medio plazo, la desaparición de Izquierda Unida. El que no sea capaz de ver esto necesita acudir a una buena clínica oftalmológica.
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