Entre los múltiples interrogantes que plantea la nueva convocatoria de elecciones en España hay uno -quizá no el más relevante, pero sí de suma importancia- que preocupa a millones de españoles y que ya se ha hecho visible en numerosos medios informativos y en las redes sociales: Vamos a enfrentarnos a dos meses de campaña para ver y escuchar aquéllos o aquéllo que todos estamos hartos de que machaquen nuestros ojos o nuestros oídos? Todo apunta a que será así.
En puridad, algo deberíamos haber aprendido de estos interminables cuatro meses desde la cita de diciembre y partidos y candidatos están exigidos de poner en sus propuestas cuestiones que, a mi entender, no deberían dejarse para después de junio. Pienso en varias de ellas, pero hay una que se me antoja esencial. Y es la concreción sin tapujos de cuál es la posición de todas y cada una de las fuerzas política que aspiran a un resultado determinante en el futuro mapa institucional sobre su disponibilidad a los pactos. No al concepto genérico -ese ya se les supone-, sino a quiénes de sus adversarios tienen puntos de contacto suficientes para alcanzar un pacto y quiénes no. Vamos, que deberían "pintar" ahora mismo, y no dejarlo para el verano, esas famosas líneas rojas que, sin llamarse a engaño, han marcado el fallido periodo de negociaciones que ha desembocado en la nueva convocatoria a las urnas.
Dicen, algunos, que no se pueden establecer apriorismos antes de conocer la opinión actual de los españoles, que será la matemática parlamentaria la que establecerá el tablero de juego en el que se pueda alcanzar el acuerdo necesario para restablecer la estabilidad en este país. Pues no. Su discurso responde claramente al más puro tacticismo partidista y al objetivo de esconder al electorado unas estrategias que tienen más que ver con ambición de poder que con el verdadero interés general.
Al margen de lo que digan las encuestas, nada indica que el resultado de junio vaya a ser sustancialmente diferente al de diciembre; es decir, que las opciones de suma se parecerán bastante, o mucho, a las que han impedido un Gobierno para España. Si añadimos que los candidatos tampoco van a ser básicamente otros y que nada hace pensar que se modifiuen los programas, la disponibilidad a alcanzar acuerdos con éste o aquél se muestra como uno de los aspectos sustanciales de la próxima camapaña. Algo hubiéramos podido adelantar si tal aclración hubiera figurado en los principios electorales de todos y cada uno de los contendientes a finales del pasado año.
Y, para aquellos que consideren baladí estes requisito, me permitiría recordarles que el elector vota solamente -en el caso del Congreso de los Diputados, allí donde se cuecen les fabes- a una de las listas y que es posible -en muchos casos me atrevería a afimar que seguro- que al depositar su papeleta no están dispuestos a permitir con ese sufragio que alcance el poder o influya decisivamente en él otra fuerza política a la que ha rechazado dar su confianza. No creo que pueda decirse que un votante de Izquierda Unida en diciembre quisiera aupar a Podemos, ni que un apoyo a Ciudadanos casara con la decisión de llevar al PSOE a La Moncloa. Por no hablar del Partido Popular, por muy ufanos que se muestren sus dirigentes, tan distantes siempre de la realidad.
Antes de volver a enfrentarnos a otra situación como la que atravesamos los últimos meses es necesario saber que, antes de que los candidatos se jueguen sus intereses sobre el tapete poselectoral, existe un paso determinante cuál es el logro del voto de los ciudadanos. Y, para eso, estos tienen que saber con precisión en que forma van a utilizar los aspirantes la confianza que les prestan. Todo lo que no sea ésto, será más de lo mismo y una espiral de inestabilidad y vacío que el pueblo no se merece.
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