La victoria, ayer, de François Hollande en las presidenciales francesas no por esperada ha dejado de significar un aldabonazo a las espernazas, no sólo de la izquierda europea, de un cambio de rumbo en la política económica de una Unión que presenta en los últimos años síntomas de un peligroso anquilosamiento propio de un ente envejecido.
Para los que tenemos unos conocimientos elementales de economía, nos sirven a priori los análisis de los expertos que han dividido a los protagonistas de esta interminable crisis comunitaria en dogmáticos defensores de las políticas de recortes en aras de un mejor culto a la contención del déficit público, y los que, conscientes de la necesidad de atacar ese problema, se muestran acérrimos partidarios de combinar esas políticas con otras de reactivación que permitan a los países ahogados, como España, atisbar una salida al negro panorama que atraviesan.
El flamante presidente del país vecino se encuentra en este segundo grupo, de suyo se ha convertido en adalid de esa corriente, y su acceso al Eliseo ya es visto -como no podía ser de otra manera- como la rotura de esa sólida pirámide del 'ajustismo' y el 'recortismo' que han formado en los últimos tiempos su antecesor en el cargo, Nicolas Sarkozy, y su colega alemana, Angela Merkel -el 'Merkozy' de infausto recuerdo-.
Antes incluso de la jornada electoral de ayer en Francia, los síntomas del efecto Hollande se empezaron a dejar ver cuando el portaaviones alemán admitió la posibilidad de que, manteniendo su política inflexible de ajustes fiscales, pudiera presentar en breve un nuevo plan de competitividad orientado a facilitar la producción y el crecimiento. El cambio de protagonistas obligaba de alguna manera a Merkel a flexibilizar sus planes de férrea disciplina fiscal.
Desde el punto de vista de los españoles, el relevo en el escenario europeo tiene que significar un soplo de esperanza, un atisbo de alivio, el mismo que empezaba a necesitar una ciudadanía que cada día se siente más ahogada con la imposición de medidas que merman sus posibilidades reales de sobrevivir con dignidad, que complican su acceso a unos servicios básicos mínimos, que hacen que las cuentas cada día resulten más difíciles de cuadrar mes a mes. La dictadura francoálemana ha tenido su correlato en lo que algunos llamamos 'viernes de pasión' -de 'dolores', en quizá una más acertada imagen, para el diputado de Izquierda Unida por Asturias Gaspar Llamazares- en referencia a los sobresaltos a los que en vísperas de cada fin de semana nos somete el Consejo de Ministros, Unos sobresaltos que, por otra parte, no ofrecen visos de desaparecer; al contrario, se ceban en nuestros bolsillos y en nuestra dignidad con machacona intensidad.
Así, pues, la llegada del líder socialista francés a la Presidencia del país vecino se presenta como una oportunidad de, sin dejar de sufrir los rigores de la política de recortes, ver una luz al finel de este túnel en el que llevamos sumidos desde los primeros tiempos de la última legislatura de José Luis Rodríguez Zapatero.
Lo único que hace falta ahora es que la esperanza se confirme y los 'poderosos' aflojen un poco su bota de hierro, lo que permitiría al Gobierno español, seguidista hasta límites intolerables, hacer lo propio con sus compatriotas y darles un respiro en su largo camino hacia la indigencia social. No sea que, al final, como hicieron estos mismos hace sólo unos meses, se pasen las teorías y las promesas por el forro y acaben en una nueva entente de intereses particulares de los países fuertes por encima de los de aquellos que, como el nuestro, son más débiles. Dicho de otra manera, que no accedamos ahora a un 'Merkolland'.
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