En los tiempos que corren no hay sector o institución que dependa en mayor o menor medida de los recursos públicos que no aproveche la primera tribuna que se le ofrece para clamar contra los procelosos recortes aplicados a rebufo de la gran crisis económica. Y en este continuo carrusel le ha tocado ahora el turno a la Universidad.
Ayer, los rectores de las 75 instituciones académicas de toda España procedieron a la lectura simultánea de un manifiesto exigiendo la retirada de las "medidas extraordinarias" que desde hace un par de años les han venido cerrando el grifo de los recursos necesarios para mantener plantillas y servicios en los niveles exigibles.
Podría parecer una lamentación más como las que día tras día recogen los medios informativos y que, conjuntamente, configuran la instantanea de un país enclenque y alicaído. Sin embargo, la reclamación universitaria adquiere un carácter especial si se tiene en cuenta que la formación, en general, de las nuevas generaciones figura en el frontispicio de los discursos de los dirigentes políticos, dispuestos siempre a recurrir a la prioridad de la enseñanza cada vez que el electoralismo lo requiere. No recuerdo programa político alguno que no haya situado a sus promotores como adalides de ese objetivo en la trayectoria para lograr una sociedad más avanzada y competitiva.
Seguramente en la inminente campaña para las eleeciones europeas unos y otros nos volverán a calentar los oídos con sus intenciones de poner todo el esfuerzo y los medios para lograr una estructura educativa modélica desde la base de la enseñanza primaria hasta los niveles universitarios más elevados. Otra cosa bien distinta será cuando, pasada la cita con las urnas, haya que aplicarse al reparto de los últimamente escasos recursos para atender todos los frentes.
Hacen bien los rectores en quejarse. Plantillas, precios de la matrícula o becas son algunos aspectos que en los últimos años han visto como la tijera de la recesión se cebaba sobre ellos. Es de justicia que los mandatarios universitarios hagan lo mismo que el resto de los españoles en la exigencia a sus gobernantes del cumplimiento de sus promesas electorales.
Otra cosa bien distinta es que, a su vez, el conjunto de la sociedad reclame de los encargados de dirigir las instituciones académicas la contrapartida de lograr que esos medios económicos se traduzcan en una gestión eficiente y productiva, un objetivo enfrentado a los vicios y costumbres de anquilosamiento que vienen presidiendo la vida universitaria. De nada vale que a una de estas instituciones, como la de Oviedo, le concedan rimbombantes títulos como la "excelencia" que, a la larga, se convierten en una simple vitola con la que se dan un brillo vacuosus máximos responsables.
Suele quejarse el personal docente de que las jóvenes generaciones que acceden a los estudios superiores presentan un perfil mayoritario de desidia o desinterés alarmante. Y puede que sea cierto. Pero también lo es que, si tuvieran la audacia de hacer un examen interior, descubrirían que tampoco su estamento, en términos generales, está a la altura de las necesidades del momento. Perderse en debates sobre la vestimenta de los alumnos o de si estos usan indebiodamente el móvil en clase para chatear con los amigos no dejan de ser excusas para esquivar su dejadez en la obligada labor de puesta al día permanente.
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