Una de las servidumbres inevitables del éxito es que quien lo disfruta -o lo padece- no puede obviar estar en el punto de mira de una gran mayoría, para lo bueno y para lo malo. Y en esas anda precisamente Podemos. Ya desde los comicios europeos, donde alcanzó unos sorprendentes resultados, cualquier acto o manifestación de sus principales dirigentes tiene una repercusión mediática inimaginable hace solamente un año.
El partido que lidera Pablo Iglesias emergió desde abajo, desde los niveles más próximos a la ciudadanía llana, principalmente germinado a partir de unos grandes niveles de descontento originados por una crisis nunca bien explicada y de las consecuencias de una gestión de la misma que sólo se me ocurre calificar de lamentable.
Incardinar el espíritu del 11-M, aquel movimiento natural de rebeldía contra la injusticia y la insolidaridad, en el esquema institucional era una labor ardua; para algunos -entre los que me cuento- prácticamente imposible. Pero un importante sector del electorado español decidió dar su confianza al joven partido en las elecciones para el Parlamento Europeo y ahí empezaron los problemas. Sus dirigentes se creyeron de verás aquello de que podían incluso ganar y gobernar; las encuestas les subían mes a mes el porcentaje de apoyos, y volvió a surgir el término mágico de un país hastiado: el cambio es posible: "Podemos".
Pero la realidad nos dice que las cosas no son así de sencillas, que no se levanta un rascacielos en unos días, que los albañiles -por excelentes profesionales que sean- no pueden redactar un proyecto sólido para el mismo, que las buenas intenciones son insuficientes y que de las mismas -aseguran- está empedrado el infierno.
El problema -algunos lo comentamos hace mucho tiempo- no está en recoger descontentos en un momento de hartazgo generalizado, sino en saber encajar ese impulso en el esqueleto institucional de una nación (salvo que se elija la vía revolucionaria, que no parece el caso). A la nueva fuerza política le ha costado sobremanera edificar su propia organización interna, primero, y hacer sus candidaturas electorales para el mes próximo, después. Por muy democrático que se pretenda ser, no se puede dejar de lado la condición humana, que el pensamiento único sólo se consigue mediante la opresión y que la discrepancia tiene difícil encaje en el camino recto.
Ahora, a Podemos se le ha caído una pata de las tres que sustentaban su cúpula. Y lo ha hecho con estrépito, por mucho que a las pocas horas se hayan tratado de minimizar daños con nuevas declaraciones más complacientes y amigables. La incontable y entusiasta feligresia adquirida en su todavía corta etapa de existencia relativizará la marcha de Juan Carlos Monedero, suavizará las aristas de unas declaraciones realmente fuertes; incluso, volverá a ese recurso tan viejo como la propia política que es señalar con el dedo índice -aunque sea de mala educación- al enemigo externo, o sea, a esos partidos de la "casta" y a los medios de comunicación que les hacen el juego. Nada que no hayan practicado con profusión otros anteriormente.
Pero que nadie se engañe. El conflicto de Podemos no tiene nombre y apellidos concretos, salvo para quienes consideran que el ego de Iglesias es incapaz de no desbordar las lindes de una organización. El problema no es un señor de nombre Juan Carlos Monedero. No. Éste ya había quedado relativamente desactivado desde el mismo momento en que se pusieron de manifiesto sus presuntas irregularidades al cobrar del régimen venezolano por unos supuestos informes y, sobre todo, por el sospecha de que aquel casi medio millón de euros fue entregado para financiar la formación de la nueva fuerza política. El verdadero problema no es esta persona; es que su organización ha decidido participar en un escenario que no se presenta precisamente como una plácida llanura, sino como la cubierta de un barco agitado por las olas, algo que ningún discurso puede cambiar.
Bienvenidos a la fiesta.
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