En la resaca del debate sobre la reforma de la normativa electoral y sus posibles repercusiones en el proyecto presupuestario para el año venidero se ha colado esta semana la apertura de juicio oral al actual portavoz de Izquierda Unida en la Junta General del Principado. Ángel González está imputado por un presunto caso de prevaricación administrativa al haber fraccionado, cuando ocupaba el cargo de viceconsejero de Bienestar Social, la contratación de el suministro de monolitos con los que señalar los lugares en los que han sido datadas fosas comunes de víctimas del régimen franquista.
Dejaré a un lado intencionadamente la consideración que me merece la actitud de González negándose a dimitir de su actual cargo y recabando el apoyo cómplice de la dirección de la fuerza política a la que representa. Me excuso apelando al aluvión de comentarios que han reflejado el sentir mayoritario sobre tal actitud. Sobre todo si recordamos que fue precisamente Izquierda Unida la que hace escasos meses solicitaba la renuncia de Francisco González, ex diputado regional del Partido Socialista, cuando éste recibió también la notificación de apertura de juicio oral, también bajo la acusación de presunta prevaricación en el ejercicio éste de sus funciones de alcalde de Cudillero.
Evidentemente, no se trata de valorar la existencia o no de un delito (para esos están los tribunales), ni siquiera la mala intención o el improbable apetito económico desordenado del imputado. Se trata más de una cuestión de higiene democrática, algo de lo que parecen carecer la mayoría de los partidos políticos cuando las malas caen de su lado.
Aparcando la imagen que la coalición de izquierda y su portavoz transmiten a la sociedad asturiana con su actitud de enrocamiento, quisiera centrarme en este comentario en el meollo de la actuación que ha llevado al banquillo al portavoz parlamentario de IU: la adquisición de las losas destinadas al cumplimiento de lo estipulado en el texto de la Ley de Memoria Histórica promovida en su momento por el Gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero.
Y habría que empezar por la propia normativa, una iniciativa bienintencionada que, al final, prácticamente no logró satisfacer plenamente a casi nadie y cuyo debate y probación se aceleró intencionadamente en lo que a mi entender podría ser una búsqueda deseperada de una de esas señas de identidad que algunas veces necesita la izquierda española para seguir sintiéndose como tal.
Mi ex compañero en las tareas informativas de 'El Comercio' José Ángel García publica hoy una información que al menos yo no conocía y se me antojaba necesaria para valorar la tramitación que ha terminado con la imputación de Ángel González. Me refiero a la situación actual de esos monolitos o losas: veintiuna instaladas en su lugar de destino, otras diez en proceso de colocación y otras cincuenta de las que se ignora cuando van a empezar a cumplir la función para la que se contrataron.
Con estos datos, alguien podría decir que las buenas intenciones del entonces ex consejero de Bienestar Social se han visto traicionadas por la realidad. Si recurrió a una táctica orientada a sortear la ley de contratos del Estado con el objetivo -el imputado "dixit"- de acelerar la compra e instalación de los monolitos para dar cumplimiento a la Ley de Memoria Histórica, ¿cómo se explican esas cifras? ¿Podrían haberse evitado los atajos y estaríamos en idéntica situación? Seguramente. Claro que la izquierda asturiana siempre ha querido ser más izquierda que el resto de sus correligionarios de otros lugares de España. Para ello se afanaron en ser los primeros en poner en práctica una ley timorata cuyos promotores nunca fueron capaces de transmitir convicción en el fondo del problema y siempre dieron la sensación de poner mucho más interés en reafirmar unas señas de identidad de partido que en rehabilitar la memoria de miles de represaliados por la dictadura.
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