Desde el mismo momento en que el Gobierno de Zapatero anunció una serie de medidas orientadas hacia un presunto ahorro energético en la carretera la atención general de la ciudadanía se centró en la que parecía ser la 'estrella' del paquete: la rebaja del límite de velocidad en las autovías y autopistas a 110 kilómetros por hora (hasta hace poco era de 120, como todo el mundo sabe). Aunque formalmente el Ejecutivo aprobó este 'programa' hace tan sólo unos días, lo cierto es que llevamos semanas con un serio debate en el que ha habido de todo, incluso las descalificaciones para los expertos del motor que ponían en cuestión el alcance del ahorro previsto.
Como persona que carece de permiso de conducir (y no porque me lo hayan retirado a base de infracciones, sino porque nunca he querido tenerlo) he asistido estupefacto a la persistencia de los ministros más implicados, y por ende de sus compañeros de bancada, en cuantificar en litros de gasolina de consumo, en euros y hasta en vidas humanas las bondades de su nueva (provisional, dicen) política en la carretera. Se ha hablado hasta la saciedad de las famosas pegatinas con el nuevo límite, pero desde mi ignorancia como usuario activo (que no pasivo) hace tiempo que me vengo preguntando por qué se ha mencionado tan poco, o casi nada, el asunto del cambio de regulación de los radares, imposible de resolver con un papelito colocado encima del original, como en las señales de tráfico.
Hoy la realidad ha venido a dar sentido a esas dudas, cuando la Unión de Oficiales de la Guardia Civil ha emitido una nota de prensa de la que el corolario final es que, con respecto al control a traves de los radares la sanción la siguen poniendo a partir de los 132 kilómetros por hora. No se trata, no, de una rebelión, sino de la consecuencia lógica de una muestra más del sentido de improvisación con la que viene actuando un Gobierno desnortado, que ya ni sabe si tiene líder, que se muestra derrotado antes de las próximas batallas electorales y que ya no confía ni en el compañero de al lado. En definitiva, ahora sí sabemos que los controladores de velocidad siguen 'saltando' para la sanción a partir del viejo límite de los 132. Sin embargo, esta norma convive simultáneamente con las "instrucciones" de multar a partir de los 121 kilómetros por hora que establece el margen máximo de la nueva medida del Ejecutivo, que para eso la ha tomado. Pero, por si esto fuera poco, resulta que existe otra instrucción expresa, ésta sí por escrito, de noviembre del pasado año en la que se establece que el radar pueda actuar como indicador sancionador a partir de los 116 kilómetros por hora, en el caso de instalaciones fijas, y de 118, para las móviles. En fin, que no puede sorprender a nadie la queja de la Guardia Civil cuando admiten que, si para el usuario el actual marco regulador de velocidad en carretera es en estos días confuso, no lo es menos para los agentes de Benemérita encargados de velar por la seguridad en ruta.
En tanto se aclara este barrizal de normas confusas y contradictorias, a uno se le ocurre pensar que, como una cosa es colocar pegatinas, aunque sea a miles, y otra bien distinta manipular sofisticados aparatos como los radares y que la economía no está para gastos superfluos, la cosa, por ahora sigue como antes. En definitiva, lo que quiero decir es que, como ciudadano de a pie, se me ocurre pensar que el Ejecutivo ha optado por meter el miedo en el cuerpo a los conductores y esperar que estos acaten las normas aunque la posibilidad de saltárselas tenga muchas posibilidades de quedar impune. Y a fe mía que lo ha logrado. Cualquiera que haya salido a la carretera estos primeros días de la semana comprobará que, las excepciones habituales al margen, al tráfico parecen haberle puesto cámara lenta. El miedo, una vez más, está funcionando. Claro que esto, salvo nuevas noticias sobre el caos normativo, será, como ha ocurrido otras veces con las prohibiciones, cuestión de unos días y, dentro de poco, la mayoría volverá a quedarse con la anterior velocidad de crucero. ¿A qué jugamos entonces?
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