Eran muchos los amigos y conocidos que me la venían recomendando y copiosas las referencias y galardones que aconsejeban su visión. Sin embargo, hasta ayer me había resistido un día tras otro a conocer ese nuevo fenómeno cinematográfico en que se ha convertido 'The artist'.
Su tardío estreno entre nosotros tampoco contribuyó a facilitar su visionado a tiempo. Sus peculiares características (blanco y negro, banda sonora sin palabras) eran un posible motivo más para un cierto desánimo. Vamos, que el viento soplaba razonablemente en contra del filme de Michel Hazanavicious. Y, sin embargo, al final la espera valió la pena y el reencuentro con el cine verdadero supuso un soplo de aire fresco capaz de revitalizar la confianza en un arte que cada día se ofrece más adocenado y caduco.
'The artist' atesora en sus imágenes lo mejor del séptimo arte, contiene la esencia de aquel espíritu creativo de los pioneros y muestra a través de sus frescas imágenes todo un caleidoscopio de la condición humana inmutable a través de las generaciones. Y todo ello mediante una historia sencilla, asequible y asimilable a cualquier espectador. Pero, no nos engañemos, con un trasfondo sensible, con línea directa con las alegrías y los sufrimientos del ser humano.
En el desarrollo de la reconocible historia nos vamos empapando, a través de imágenes transparentes, del éxito y el fracaso, de la felicidad y la amargura, de la pompa y el hundimiento del protagonista. Porque Hazanavicius da muestras a lo largo del metraje de una intuición poco común para resaltar los avatares de la vida de su George Valentin, estrella del cine mudo que se desubica y cae en el hoyo con la llegada del sonoro.
Son numerosas las escenas capaces de transmitir con sencillez, pero también con suma efectividad, ese tránsito. Como cuando asistimos a las últimas imágenes del arriesgado proyecto individual de Valentin (la mano como última parte del cuerpo que desaparece en las arenas movedizas), o esa 'discusión' con la propia sombra proyectada en la sábana blanca en la que contempla sus viejos filmes. Pero, sobre todo, nos queda en la retina ese genial hallazgo con la que el cineasta enfrenta a su personaje con la llegada de la voz al viejo cine silencioso (los utensilios de su tocador que reclaman a 'gritos' su realidad con los ruidos que hacen al chocar con las superficies).
Todo ello sin color, sin voz, solamente con el sonido de una banda sonora impecable que nos retrotrae a las orquestinas que amenizaban el viejo cine mudo. Todo ello sin efectos especiales ni tres dimensiones, elementos incapaces de obviar la mediocridad y la falta de talento de tantos costosos productos de nuestros días. Todo ello sin artificios argumentales y piruetas formales o narrativas tendentes a liar la madeja más allá de lo razonable.
Dicho de otra manera, 'El artista' representa, a mi modo de ver, una forma deliciosa de reconciliarnos con el cine como arte.
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