Desgraciadamente, ver que personajes de nuestra llamada clase política se ven imputados en presuntos delitos y, en bastantes ocasiones, condenados por los tribunales de justicia, se ha convertido en algo tan habitual que ya prácticamente no escandaliza a nadie; y ello a pesar de la proliferación de estos casos.
El más reciente ha sido el de Jaime Reinares, teniente de alcalde del Ayuntamiento de Oviedo, condenado a un año de prisión, multas e inhabilitación para presentarse como candidato electoral en el mismo periodo de un año (plazo que cubriría la próxima cita de las municipales y autonómicas). Los hechos por los que ha sido juzgado se remontan a 2011, cuando Reinares facilitó a los medios informativos 54 correos personales de Rosa Zapico, a la sazón secretaria de la tumultuosa Sindicatura de Cuentas que dio tantos rompederos de cabeza a los gobiernos de Vicente Álvarez Areces. Un comunicante 'anónimo' ("Voxpopuli", de ahí la denominación mediática del caso) pasó al concejal del PP esos e-mails, advirtiendo de que habían sido "sustraídos" sin previa autorización, lo que no fue óbice para que el destinatario los difundiera en un capítulo más de la guerra interna entablada entre el presidente del órgano fiscalizador del Principado y su secretaria, por un lado, y los otros dos síndicos, propuestos por PP e IU, por el otro.
Ahora, el tribunal ha entendido un delito de descubrimiento y revelación de secretos en la actitud del cargo público del Partido Popular, por lo que le ha impuesto la antedicha condena, algo que, a priori, no parece importunar demasiado al susodicho ni a su partido, obviando cualquier mención serena a una posible dimisión.
Como decía más arriba, desgraciadamente estamos ante una repetición de circunstancias que denotan el absoluto desprecio por las sentencias de los tribunales de justicia que manifiestan nuestros representantes políticos. No están aún lejos casos como los del ex alcalde de Cudillero, Francisco 'Quico' González, y del ex portavoz parlamentario de Izquierda Unida en la Junta General del Principado, Ángel González. Como aquéllos, en primera instancia, ha apelado a su proclamada inocencia y se han negado a abandonar sus cargos en tanto se produjera un fallo inapelable.
El caso de Jaime Reinares, uno de los más veteranos representantes del PP asturiano en la vida pública) no hace sino repetir tantos otros anteriores. Se trata, como muchos más, de un cargo político de amplia experiencia (concejal en repetidas ocasiones, con ascensos y caídas derivadas del humor del entonces todopoderoso Gabino de Lorenzo; senador y -si la memoria no me falla- presidente de la comisión de listas de su partido en algunos de los momentos más convulsos de su reciente historia, como fue el fallido 'aterrizaje' de Francisco Álvarez-Cascos) que ha nadado entre aguas procelosas para mantenerse a flote en las etapas más duras de su 'carrera' con el resultado ya conocido de ser un permanente superviviente.
Como en casos anteriores también, Reinares parece dispuesto a ignorar el código ético del PP que recoge que ningún condenado puede estar en un cargo público. Ni él ni su partido. El silencio es la constante después del primer impacto de la sentencia tras el que el concejal aseguró que no piensa renunciar a sus cargos. Es más, ayer mismo mantuvo inalterable su agenda oficial en cuanto a participación en actos públicos.
Si resulta difícil de aceptar que los cargos institucionales se revuelvan como gato panza arriba ante una condena formal, resulta todavía más inasumible el comportamiento que mantienen las organizaciones políticas a las que pertenecen. Estas deberían aplicar inmediatamente sus códigos éticos y sus estatutos para exigir inmediatamente la salida de esas personas. Claro que en muchos casos pesa excesivamente que la actual normativa electoral conceda a esos representantes la titularidad de su acta y no al partido. Y, sobre todo, el que personas que han ocupado importantes cargos y disponen de información confidencial de cómo funcionan las maquinarias de esas organizaciones por dentro puedan llegar a tirar de la manta. Ese es el miedo fundamental que oculta tanto silencio cómplice.
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