Lugar: una joven y exitosa sidrería gijonesa; hora: diez y media de la noche. Es jueves y hay público, pero ya no existe el agobio de unas horas antes o del fin de semana. De todos es sabido que a la mayoría nos gusta acompañar la consumición de un buen pincho y si, además, la generosidad de la casa lo multiplica sacando cada equis tiempo una nueva bandeja, miel sobre hojuelas. Hasta aquí la cosa discurre según el guión ordinario. La película de verdad empieza cuando un grupo de cuatro personas -dos parejas- cogen cada uno de los aperitivos que les ofrecen y, cuando el camarero deja el plato con los restantes sobre el mostrador, se inicia un verdadero safari en el que por turnos van dando cuenta de esos 'regalos'. Una vez vale. Cuando la operación se repite, la trama se complica y los depredadores del pincho eluden el viaje y con una sola ación trasladan el que ya es el tercer plato a su zona de influencia hasta dar buena cuenta de su contenido. Luego, cuidadosamente, lo alejan de su entorno para que la desaparición se diluya entre todos los presentes, ya que los camareros están ocupados en su trabajo y no van poniendo rayas en la barra como se hace en otros lugares de España para las tapas de pago. Y todo esto con una consumición de dos botellas de sidra. Claro que, luego, una persona del grupo se animó a pedir un café. Claro, ¡como ya había cenado!
No tienen que sorprendernos luego reacciones como la que hace años protagonizó un conocido y veterano hostelero gijonés que recriminó el consumo masivo de pinchos gratuitos de su barra y planteó que los depredadores los pagasen. Claro que su natural cabreo tuvo una trascendencia pública excepcional y algunos sectores de su propio gremio transformaron a la víctima en verdugo.
Todos sabemos que estamos en crisis, pero, señores, un poco de civismo y moderación.
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