Escepticismo es la palabra que mejor define la reacción popular que ha tenido la concesión del Premio Nobel de la Paz a Barack Obama, el primer presidente negro de los Estados Unidos de Norteamérica. Y la reacción es esa porque tampoco se trata de poner en cuestión el carácter pacificador del mandatario americano, que ha manifestado reiteradamente en sus intervenciones públicas. El problema es que la academia noruega parece haberse precipitado sin dar tiempo a la "gran esperanza negra" a llevar adelante sus planes para transformar su país después del negro periodo protagoniazado por su antecesor.
Vamos a ver; es que Obama no ha puesto fin a ninguna de las guerras con las que se encontró: EE UU sigue en Irak, se complica la vida en Afganistán,... Por lo que se refiere a los daños colaterales, vease Guantánamo, hay un proyecto de acabar con esa lacra humana pero -corríjanme si me equivoco- apenas si sehan dado los primeros pasos reales (claro que en aquel país hay todavía muchas fuerzas poderosas que impiden seguir los ritmos que 'los buenos' puedan proponerse).
En fin, que si nos atenemos a la realidad, el bagaje de Obama hasta la fecha es el de un manifiesto voluntarismo de poner coto al matonismo que los gobiernos anteriores han extendido por todo el mundo. Lo malo es que de buenas intenciones está el infierno empedrado -dicen- y que a todos, especialmente a quienes tienen la responsabilidad de dirigir los destinos de millones de personas, se nos juzga por nuestros hechos.
La culpa no la tiene, desde luego, el galardonado. Es que nueve meses no es nada para afrontar un giro de ciento ochenta grados en un país poco acostumbrado a que le cambien el paso. El fallo es de la Academia Nobel que, al igual que otras instituciones encargadas de reconocer con los más importantes premios mundiales a los líderes mundiales, ya sean políticos o intelectuales, parecen inclinarse cada día más por el populismo que por el verdadero sentido del galardón que conceden. Mejor hubiera sido darle tiempo al flamante presidente norteamericano y esperar cuatro años -o cuatro más, qué importa- para reconocer una política de hechos y agrupar en torno a ese reconocimiento a los millones de escépticos de ahora.
"Muy pocas veces una persona atrae la atención del mundo como lo ha hecho Obama y le entrega a la gente la esperanza de un mundo mejor", reza la argumentación del premio. Es en este concepto, precisamente, en donde residen las dudas de tantos sorprendidos ciudadanos. El Premio Nobel de la Paz no debería reconocer solamente popularidad, generación de ambientes, voluntarismo. Es cierto que un repaso a la nómina de galardonados en la historia del Nobel nos recuerda que algunos de ellos no solamente ofrecieron una esperanza, sino que la frustraron. Mejor no dar nombres que están en la mente de todos.
Siempre he creído que a Barack Obama le ha tocado la china de reunir en una sola persona las esperanzas de media humanidad. Ese peso iba ya en la candidatura y, sobre todo, en el triunfo electoral. Es una dura carga para los hombros de cualquiera y nadie debe olvidar el riesgo de una posible decepción. Convertir su "visión del mundo" en la esperanza de futuro para un mundo en paz es ir demasiado deprisa y demasiado lejos. La Academia Nobel ha puesto sobre los hombros de un solo hombre una losa que se antoja excesiva para cualquiera, aunque fuera Superman. Si ese hombre es el presidente de los Estados Unidos de Norteamérica el 'embolao' es mayor porque va a tener zancadillas y obstáculos de todo tipo, dentro y fuera de su país.
A Obama le han adelantado un crédito sobre resultados de futuro. Lo que ocurre es que los préstamos siempre hay que pagarlos y rogaremos todos para que cuando llegue ese momento esta esperanza mundial transmutada en hombre tenga capital para devolver el anticipo. Si no es así todos estaremos peor. Pero, mientras tanto, mejor sería que las grandes instituciones y organizaciones mundiales se pensaran un poco las cosas antes de recurrir al golpe de efecto. Hace unos días la UEFA ya hizo algo similar, aunque de responsabilidades infinitamente más limitadas, dar los Juegos Olímpicos de 2016 a Lula da Silva, que no a Brasil. A ver si resulta que este mundo, cansado del famoseo, de las estrellas de la pantalla, de los jueces de relumbrón y otras modas de las últimas décadas, acaba por apuntarse a los gobernantes "estrella" para surtir de 'pan y circo' al populacho.
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