Confieso que Fernando Trueba nunca ha sido santo de mi devoción, lo cual no es óbice para que aprecie algunos aciertos importantes -los menos- en su irregular y heterodoxa filmografía. Siempre me ha parecido que su obra ha seguido una trayectoria errática desde aquella sobrevalorada "Opera prima", una película coyuntural que sirvió de referente en el campo del cine a una generación, hasta la absurda "Two much", pasando por la frecuente incursión en el documental 'culto' o 'social'. De por medio aparecieron relatos cinematográficos notables que siguen la pauta de la puesta en imágenes más clásica y también más convincente; vease "El año de las luces", "La niña de mis ojos" o "Belle epoque", ganadora en su día del Oscar de Hollywood a la mejor película de habla no inglesa. De lo que no cabe duda es de que el autor de todos estos títulos no se ha recatado nunca de su huida de tendencias o estilos, lo que le ha llevado a autoproclamarse en más de una ocasión "inclasificable".
Tras varios años sin filmar, especialmente ficción, Trueba ha vuelto recientemente con "El baile de la Victoria" y antes incluso de que fuera estrenada ya figuraba como la candidata española para optar a primeros del año próximo al premio internacional más cotizado, nuevamente el Oscar. Pese a lo antedicho, me acerque a la proyección de esta última obra del autor de "Sal gorda" con la mejor de las predisposiciones. Un 'trailer' sugerente y la presencia siempre atrayente del actor Ricardo Darín fueron el salvoconducto para pasar por taquilla a pesar de que el precio de las entradas se está poniendo por las nubes.
Sin embargo, tengo que confesar que el resultado ha sido bastante decepcionante. Se ha dicho que la obra original de Antonio Skarmeta, en la que se inspira el guión, tiene buena parte de la culpa de que "El baile de la Victoria" sea una película deslavazada, con unos personajes que tienen muchos menos matices de los que cabría esperar del desarrollo de la historia, que se nos antojan excesivamente simples, como sus respectivas historias personales, algo que no remedia la fusión de todas ellas, aunque los mejores momentos de su metraje surgen precisamente cuando se entrecruzan emocionalmente los destinos del trío protagonista, actuando de amalgama el carácter exageradamente ingenuo e idealista del joven al que da vida Abel Ayala. La historia personal de ese ladrón de guante blanco que interpreta Darín es lo más flojo de la historia, a pesar de la capacidad habitual del actor argentino para entrar en sintonía con el espectador y hacer creíble su creación con una simple mirada. No es mejor el atormentado personaje de Miranda Bodenhofer, de la que sabemos que mora en especie de autismo, del que sólo la libera la danza, por causa de haber sido testigo presencial del asesinato de sus padres por la Policía de Pinochet cuando tenía unos pocos años. El tercero, el aglutinador, se nos presenta a fuerza de ingenuo como una especie de extraterrestre, ilusorio y confiado, y ello a pesar de haber pasado dos años en prisión y haber sufrido las vejaciones y abusos sexuales de un alcaide baboso.
Cuando estas tres vidas se cruzan -dejo a un lado al personaje de la mujer de Darín, que interpreta una estilizada Ariadna Gil, porque su aparición y los datos que sobre ella nos proporcionan son ínfimos- nos encontramos con una historia que salta de género en género - a ratos drama, otra thriller de robos, incluso cine apunta tímidamente al cine políitico- sin llegar a centrarse en un camino claro. Y, por si esto fuera poco, Trueba tira de onirismo para colocar en un plano relevante a un caballo, la segunda pasión del muchacho, que se traslada por la película al galope ya sea en la cordillera andina, en la céntricas calles de Santiago a pleno día o en los páramos que dan acceso a la costa a la que el joven lleva a su amada para que conozca el mar (otro elemento simplista y sin conexión aparente con el resto de la historia).
En definitiva, aunque Trueba muestra que puede contar narrar en imágenes como el mejor, solamente lo hace a saltos y en muy contadas ocasiones, dejando destellos de buen cine que se disuelven al poco de empezar a deslumbrarnos. Me parece que "El baile de la Victoria" es un híbrido tanto de personajes como de situaciones que no logran encajar nunca en un relato coherente y único, algo que probablemente su autor no haya buscado intencionadamente, dado su carácter especialmente proclive a hacer -por decirlo claro- lo que le viene en gana en cada momento. ¡Ah! Y que a nadie se le ocurra, si tiene oportunidad de preguntarle, el porqué o el porqué no de un símbolo (el caballo), los vértices de un personaje (la joven Miranda) o una situación (el halo de tragedia que sobrevuela a ratos el relato). Este cineasta tiene un carácter muy difícil y detesta que hurguen en sus películas, como detesta la crítica cinematográfica, que confiesa no leer nunca. Él es así.
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